Las mentiras que me digo
Voy a morirme.
Es de noche, bien entrada la madrugada, y me despierto con sed. Hago el ritual de siempre, voy a la cocina, me sirvo un vaso con agua y... ¿me lo tomo? Hoy no. Me quedo viendo a la pared y ahí lo sé: me voy a morir. Siempre sé que me voy a morir, pero ahí lo sé. O, en palabras de Luis Villoro, lo creo. De alguna forma, creo que me voy a morir, creo de verdad que pasará y no puedo hacer nada al respecto. Siento cómo el tiempo me arrastra, como una pendiente, es una caída. Va a ocurrir. VA A OCURRIR. Está ocurriendo. Me siento indefenso, abrumado, y necesito gritar. Grito. Digo “¡No! ¡No, no, no! ¡Por favor!” mientras me sujeto la cabeza como si se fuera a soltar y salir rodando.
Empiezo a llorar y los gatos se preocupan. Sé que debería aceptarlo, que cuando la muerte es yo ya no. Y aunque lo sé, creo que la muerte es ahora mismo. ¿Entonces yo ya no? Pero estoy pensando esto. Pensamiento circular, recursivo. Soy un bucle, quizás una pista de carreras en la que me van a atropellar. ¿Así voy a morirme? Siento cómo rodeo un centro, cada vez más cerca de la meta. Un embudo. Y entonces caigo por él.
Cuando termina, me digo que fue un ataque de pánico, que todo está bien. Me digo que es el estrés, que seguro he estado durmiendo mal y que necesito aplicarme con la higiene del sueño. Me tomo el agua, pongo el vaso en la tarja y me voy a la cama. En un abrir y cerrar de ojos estoy en la mañana, camino al trabajo, escuchando a Lydia Night.
Creo que no me voy a morir.